La
profesora echó un vistazo por el ventanuco desde el que se divisaba una
esquina de La Caleta de Cádiz. Daba clase en un colegio de la
provincia, y, aunque era sevillana cerrada, los gaditanos le encantaban.
Encima de la mesa de su estudio, unos cien exámenes para corregir. No
se dejó invadir por la pereza, se sirvió un té frío y se sentó a la
tarea. Antes, una última ojeada a la luz inmensa sobre el mar.
Los
ejercicios, 4.º de la ESO, trataban sobre las lenguas peninsulares y
alguna cuestión de cultura general que había conseguido ir metiendo con
calzador a los chavales: un poco de arte, unas pinceladas de historia.
Leyó el primero: «Los versos utilizados en España antes del Renacimiento
eran, mayormente, el dodecaedro y el octaedro». ¡Virgen Santa del Rocío! Tachó la respuesta, pero incorporó un «jajajá» con el rotulador rojo en el margen. No se desmoronó.
En
el tercero de los folios se afirmaba literalmente: «El euskera es una
lengua bilingüe». Se quitó las gafas, se masajeó las sienes: no podía
ser cierto. Pero lo era, porque, según otro alumno: «El euskera se cree
que llegó del Cáucaso [sic] con una familia de inmigrantes». Y todo
ello, claro, escrito en lo que quería ser un andaluz fonético. Por
ejemplo: «El gallego es de origen griego derivado del latín», que
aparecía como «er gayego e dorihen jriego deribao der latín»
De pronto,
una respuesta le hizo fijar su atención de modo especial: «Tululo III».
Allí estaba, como contestación a la pregunta número 12. «Tululo III».
¿Tululo Tercero?, se preguntó, ¿pero cuándo hablé yo de un Tululo
Tercero? ¿Qué habría entendido aquella alma cándida? Preocupada, repasó
la lista de reyes, de papas. ¿Tululo Tercero? ¿Acaso había querido decir
Tululo Tres? Es posible pero ¿quién es Tululo Tres, en todo caso? Ya
está, pensó, este elemento metió aquí a algún cantante de moda o a algún
personaje de «Gran hermano», a algún Camilo Sexto moderno, armándose un
taco.
Se preparó otro té, más frío aún. Sonrió recordando aquel gazapo
de un periódico que puso como pie de foto «Inocencio Díez» bajo una
reproducción del retrato velazqueño del Papa Inocencio X. Ahí fue cuando
se le encendió la bombilla. Recordaba, en efecto, haber explicado algo
de pintores famosos en una de las clases. Recordó enseguida que había
insistido mucho en que prestaran atención, que aquello iba a ser
asimismo materia de examen, que guardaran silencio. Sí, incluso había
llevado diapositivas al aula. La intuición le fue creciendo dentro como
un irresistible golpe de mar. Algo tenía que ver el «Tululo III» de los
demonios con aquella jornada. Algo, pero qué.
Agitada, fue en busca de
la cartera donde guardaba las preguntas del examen que había puesto.
Encontró la de marras y aún quedó más perpleja. La había formulado así:
«Escribe el nombre de algún pintor francés famoso». Y Tululo III ¿qué
tenía que ver con eso? Ella misma fue repasando en su memoria los
artistas franceses: Monet, Manet, Pissarro Sisley, Morisot, Delacroix,
Renoir, Cézanne, Gauguin…
Cuando cayó en la cuenta, hubo de sentarse de
golpe en el sofá. Aquella clase se le vino al punto, imagen tras imagen,
palabra tras palabra: «A ver, niños, hoy vamos a estudiar a un pintor muy bohemio y muy bueno que se llama Toulouse Lautrec».
Y, claro, ¿cómo dice esa frase una sevillana adoptada por Cádiz? Muy
sencillo: «Vamoh a estudiá a un pintó mu bohemio y mu güeno que ze yama
Tululotré». Y el niño, sabedor de Felipes III, de Carlos III, de
Abderramanes III, de tanta gente que ha sido III en la historia, no tuvo
duda al copiar en su cuaderno el nombre del artista: «Tululo III». ¡Ole
y ole, chaval!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu participación...