lunes, 20 de abril de 2015

Los cien besos de Montse


AMA, dame cien besos. Y Montse estrechaba entre sus brazos a su hijo Pablo y, mientras él contaba en voz alta, le dejaba la mejilla como un fresón. Todavía la quimioterapia no le había robado el pelo, pero los niños le pedían cien besos cada vez que la notaban algo melancólica. En estos casos, Eduardo, su marido, solía girar a su alrededor como un saltimbanqui hiperactivo, soltando una genialidad tras otra, inventando palabras y recitando chistes. Mientras ella daba besos, él regalaba carcajadas.

 La enfermedad no consiguió doblegarlos. Ni con peluca ni sin ella. Cuando Mon-tse nos dejó, Eduardo siguió con su trabajo de profesor. Siempre con jóvenes que no encajan en el papel cuadriculado de la educación. Jenny, una alumna, le enseñaba el dedo pulgar y le gritaba: “¡Que te den!”. El le contestaba: “Yo también te quiero, Jenny. Ven, que vamos a hacer juntos el crucigrama del periódico”. Era lo único que podía hacer con ellos para que aprendieran algo. 

Hoy tiene en clase a jóvenes autistas, a quienes pone exámenes sorpresa cuando gritan demasiado. Como premio les lleva a hacer fotocopias o a subir y bajar en el ascensor: Conocimiento del miedo ha bautizado la asignatura. Algunos le abrazan sin ton ni son y le llenan de babas, y otros, de vez en cuando, regresan de su mundo y acercan su cabeza a la suya. Él, entonces, les da un beso. Montse le dejó suficientes para regalar. 
 Josetxu Rodríguez
@caducahoy

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